miércoles, 15 de abril de 2009

Mundos

Entonces, se acercó un individuo al final del túnel. Lo recuerdo bien, miraba expectante. Sacó del bolsillo de su abrigo un revólver y disparó al aire tres veces. De pronto, cuatro tipos se aparecieron de la nada. Vestían largas capas negras e iban enmascarados. Se juntaron con el tipo de los disparos, y luego de saludarse con una reverencia rara y desconocida para cualquier mortal, invocaron a algún demonio o cosa parecida. Un brillo colosal me cegó, y mientras el resto de la ciudad desaparecía ante mi vista, sentí como se me desvanecía el alma. Lo último que alcancé a ver fue una luz roja intensa, llamas alrededor de un hueco enorme que se abría en la tierra, y una figura inmensa con barbas blancas y ojos enormes.

Cuando desperté, ya no era el vagabundo que suele dormir bajo un puente. Me encontraba frente a un oasis inmenso y a mi alrededor mucha gente feliz, cantando en una lengua extraña y con atuendos blancos como copos de nieve.

El demonio gigante de barbas blancas y ojos inmensos salió a mi encuentro, me recibió con afectuosidad y me invitó a disfrutar de sus tierras y a comer la carne de sus animales. Fue entonces cuando me di cuenta que había llegado al paraíso.